El apóstol Pablo utilizó en dos ocasiones la palabra carrera cuando se dirigió a los antiguos cristianos. Concretamente dijo: He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe (2ª Timoteo 4:7).
También dijo en Hechos 20:24: pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.
Por otra parte, en Hebreos 12:1 tenemos: Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.
Al usar la palabra carrera, Pablo y el autor de Hebreos hacen una comparativa del vivir cristiano con una carrera de fondo o de larga distancia. Lo que se conoce como la carrera de la fe.
Existe mucha similitud entre la vida cristiana y una carrera de fondo. Tanto el cristiano como el atleta persiguen una meta: finalizar la carrera y obtener un premio. Así mismo, toda carrera de larga distancia está llena de obstáculos y dificultades: externas o terrenales; y aquellas interiores del propio corredor (físicas o mentales). Del mimo modo, toda carrera exige preparación, esfuerzo y sacrifico; más aún si es una carrera de larga distancia.
La carrera de la fe, así como cualquier carrera de larga distancia, no está exenta de obstáculos y dificultades
Recuerdo la primera vez que participé en una carrera de fondo, fue un medio maratón (21 kilómetros). Realmente disfruté mucho la experiencia; y pude comprobar en primera persona que esta comparativa bíblica es realmente acertada por varios motivos. En aquella ocasión fui testigo de algo que me impactó; algo que guardo en mi memoria como un ejemplo de superación, amistad y amor.
Cuando apenas habían transcurrido tres o cuatro kilómetros del inicio de la carrera, observé de lejos lo que parecían ser dos muchachos, altos, de porte atlético, corriendo juntos como si estuviesen… ¿dados de la mano?
¿Dos corredores juntos de la mano?
Sí, dados de la mano, o al menos es lo que me parecía a mi. Aumenté mi ritmo para acercarme a ellos y pude comprobar que no se agarraban de las manos; más bien ambos sujetaban una pequeña cuerda circular de pequeño diámetro. Uno iba a la izquierda y el otro a la derecha. Corrían juntos, al unísono, con zancadas y ritmo similares. Además, hablaban en todo momento. Inmediatamente, me acerqué más para ver de qué trataba todo aquello. ¡Era extraño para mi!
Finalmente pude entender por qué se aferraban a una cuerda: el chico que corría del lado derecho era ciego. A su lado izquierdo, su compañero (un chico totalmente sano en sus cinco sentidos) era su guía de carrera. Ese fiel amigo, hacía de «los ojos del chico ciego». En realidad hacía más que eso, pues en todo momento estaba alerta, cuidando de su compañero; refiriendo palabras como:
¡Vamos hacia la derecha porque hay un agujero en la calzada! ¡Ahora viene una subida, tenemos que bajar el ritmo y reservar energías! Seguidamente: ¡Vamos a aumentar el ritmo ahora que vamos bajando! ¡Lo estás haciendo muy bien, sigue así!
Constantemente le narraba todo cuanto acontecía en carrera. Así mismo, al pasar por cada puesto de aprovisionamiento (suele haber uno cada 4 kilómetros de trayecto) el amigo tomaba una botella de agua para él y otra para el chico ciego. ¡Él lo era todo para su amigo! No sólo lo ayudaba a correr, sino que cuidaba por toda su integridad.
¡Cuánto amor y amistad!, pensé. Si ya de por sí es exigente física y mentalmente correr 21 kilómetros, imagina lo difícil que es correr por ti y por otra persona; es decir, estar en todo momento alerta donde pisan tus pies y los de la otra persona; hablar continuamente mientras corres para evitar que la otra persona tropiece en un agujero; estar atento para agarrar provisiones como agua o fruta; y evitar así la temida deshidratación en carrera. Y algo que no podemos pasar por alto: los meses que estuvieron entrenando juntos para coordinar sus pasos y ritmo de carrera de manera que fuesen al unísono. Te aseguro que es algo realmente difícil y sólo un gran acto de amor y amistad lo hacen posible.
Ante esta visión, yo y casi todos los corredores que pasaban cerca de la pareja de amigos, dábamos aplausos y palabras de ánimo para ellos.
Después de la emoción de la escena, yo seguí mi ritmo y supongo que en algún momento dado los adelanté o ellos me adelantaron, no lo recuerdo. La realidad es que en una carrera es algo común adelantar y que te adelanten. No obstante, cuando apenas quedaba un kilómetro para llegar a línea de meta, volví a encontrarme con ellos. ¿Casualidad? No lo creo. De hecho, escuché algo que me emocionó, pues el chico ciego le decía a su compañero jadeando de cansancio: ¡No puedo más, estoy agotado! ¡No voy a llegar! Entonces, su amigo le dijo con confianza: ¡Sí puedes! ¡Estoy viendo la línea de meta y vamos a finalizar la carrera juntos! Y así fue. Finalmente, entraron en meta; y yo junto a ellos, ante los aplausos de cientos de espectadores que se agolpaban en la línea de llegada. ¡Fue un momento glorioso!
Finalizada la carrera, volví a casa cansado y emocionado por toda la experiencia. Con todo esto, en mi mente seguía apareciendo la imagen de los dos chicos corriendo juntos al unísono. Mientras tanto, pasaron los días y recordando lo sucedido no tarde mucho tiempo en encontrar una similitud entre este acto de amor y amistad, y lo que Dios hizo por el ser humano. Y es que pude ver claramente como Cristo es ese amigo fiel que un día decidió llamarnos a correr la carrera de la fe. Aquel que un día nos sujetó de la mano para no soltarnos nunca y que ahora nos guía con amor. Hemos sido llamados a correr la carrera de la fe.
DIOS TE LLAMÓ A CORRER LA CARRERA DE LA FE
Ciertamente antes de conocer a Cristo, nosotros éramos ciegos en el mundo. Caminábamos y tropezamos; intentábamos correr y caímos. No teníamos una referencia estable. Sin embargo, cuando Él llegó puso rumbo fijo en nuestras vidas. Él se hizo capitán y gobernante.
Jesús nos dijo: confía en mí, agarra mi mano porque yo no te soltaré nunca. Sé que no ves aquello que hay adelante, y Tal vez tendrás dudas o miedos por cómo será el camino o temas cansarte o tropezar; pero yo estaré contigo sosteniéndote y cuando te fallen las fuerzas, yo empujaré de ti.
Al igual que el chico ciego se aferraba con plena confianza a su amigo; aferrémonos a Cristo sabiendo que Él nos acompaña en la carrera de la fe. Él no nos soltará; y si tropezamos, antes que caigamos estará ahí para sujetarnos. Si tenemos hambre y sed, Él se encargará de darnos alimento. Evidentemente, nosotros tendremos que hacer de nuestra parte: tenemos que correr, emplear nuestra fuerza, capacidad, dones y talentos. Toda carrera exige sacrificio y esfuerzo. Pero ya no corremos solos.
Recuerda la historia del chico ciego y su amigo fiel. Puede que estés cansado o cansada y creas que nos vas a llegar. Tal vez incluso estés diciéndole a Dios: ¡No puedo más, no voy a llegar!
Cristo te dice: aunque tu no puedas verlo, yo sí veo la línea de meta y vamos a entrar juntos de la mano. ¡Sólo confía en mí, agarra mi mano y sigamos!